Icono del sitio Miguel Villarino

La casa de Asterión

La casa de Asterión

La casa de Asterión fue una exposición individual de Miguel Villarino que se expuso en la Galería Pilar Parra y en el Centro de las Artes de Alcorcón en el año 2001

Obras de la exposición La Casa de Asterión

Sobre la exposición texto de Mariano Navarro

El catálogo de, hasta ésta, la última exposición individual de Miguel
Villarino, que tuvo lugar en la madrileña galería Pilar Parra durante el
otoño de 1999 –El ajedrez y el tiempo– concluía con dos pinturas de
mediano tamaño tituladas ambas La casa de Asterión, un título que
procede del cuento homónimo de Jorge Luis Borges incluido en El Aleph,
fechado, pues, justo medio siglo antes que los cuadros, en 1949.

Pone Borges voz a Asterión –el minotauro, hijo de Pasifae y el toro
blanco– que canta lo distintivo de su singularidad, su soledad y sus
entretenimientos, propios de un niño, así como su sangriento cometido y
destino mientras anhela la visita del que supone ha de ser su redentor:

Igual a él o su imagen inversa, quizás un ser con cabeza de toro y cuerpo de
hombre o quizás un monstruo con rostro humano y corpulencia de astado.

El relato concluye con la espantosa declaración de Teseo a Ariadna: «¿Lo
creerás Ariadna? El minotauro apenas se defendió».

En aquellos cuadros de hace dos años, Miguel Villarino se servía de
una iconografía sucinta: las ventanas o las puertas del laberinto –como en
la narración, aquí también doce o catorce son sinónimos de infinito–, el
croquis repetido de una casa, la silueta de una figura amortajada –imagen
procedente de una coyuntura autobiográfica–, y poco más…, sí, esquemas
de algunas piezas de ajedrez. Villarino resumía aquellas obras en un aserto
que no sabe si es propio o prestado: «El tiempo juega al ajedrez con
figuras invisibles».

El tratamiento dado a la tela era parejo del que ha sido habitual en él
en estos últimos años: formas sinópticas, rotundas –que, en ocasiones,
revelan homenajes, así uno, mecido y palpable, a Manolo Quejido– en
otras recuerdos –la figura del caballero, procedente del Marco Aurelio del
Campidoglio de Roma o el amortajado al que me referí antes– y, en no
pocas, personajes o elementos extraídos de la lectura, pues es el pintor
obseso de la literatura y por añadidura de la edición y sus gracias –aquí,
por ejemplo, un esbozo de la Alicia de Carroll y los signos de los palos de
la baraja francesa–; formas que se superponen a distintos y geométricos
aunque imperfectos campos de color o a superficies barradas bicromas,

Que se anteponen a ellos y en ese contraste, llameantes y contrastados sus vivos colores,

cuando no entrecruzados en sus propiedades específicas,
encuentran su lugar de expresión.


En los cuadros que ahora expone, realizados en los últimos meses, y
reunidos todos bajo la advocación de La casa de Asterión subsiste el
mismo tratamiento, por más que, por lo que conozco, haya reducido
todavía más su repertorio iconográfico. Permanecen el caballero –«cada
uno somos el caballero en su viaje», dice–, las puertas y ventanas y las
casas y aparece un elemento nuevo, alusivo al bosque –laberinto natural–
un a modo de trébol, palo de la baraja con el que hacer del palacio de
Cnosos un castillo de naipes o mediante el que reclamar, flor en la cima de
la montaña, el conocimiento de lo divino –Asterión significa “estrellado”,
también “del sol” o “del firmamento”–.


La pintura, pues, como conocimiento y como juego; mortífera
sabiduría.

Afirma Robert Graves en sus Mitos griegos que el laberinto fue
llamado así por la labrys, el hacha de cabeza doble, emblema de la
soberanía cretense en la forma de una luna creciente y una luna menguante unidas por la parte trasera

y que representaba tanto el poder creador como el poder destructor de la diosa».


«El laberinto de Cnosos –sigue Graves– era un verdadero laberinto y
parece que estaba dibujado en mosaico en un pavimento como un patrón
de baile ritual, una danza erótica de primavera». La pintura como placebo
del deseo.


Hay una frase de Asterión/Borges que inevitablemente convoca en
mis oídos y en mi entendimiento el que bien puede ser un concepto de
cómo la pintura existe (sino qué la pintura es): «He meditado sobre la casa
(el Laberinto). Todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier
lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre;
son catorce (son infinitos) los pesebres, abrevaderos, aljibes. La casa es del
tamaño del mundo, mejor dicho, es el mundo».


La pintura mide las dimensiones del mundo, mejor dicho, para el
pintor es el mundo.


Hay otra, en ese mismo cuento, que me resulta más dolorosa: «El
hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda transmitir
a otros hombres; como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el
arte de la escritura. Las enojosas y triviales minucias no tienen cabida en
mi espíritu, que está capacitado para lo grande; jamás he retenido la
diferencia entre una letra y otra».


No hay pintura sin la minucia de su aprendizaje ni, por mucha
capacidad espiritual que mida el pintor, hay grandeza sin la diferencia
entre una pintura y otra tan iguales entre sí como iguales resultan en
apariencia los rasgos de las piezas del alfabeto.
Mariano Navarro
Agosto de 2001

Una consideración sobre la pintura (laberíntica) de Miguel Villarino.

“¿Qué es un cuadro? Un cuadro es exactamente lo contrario de un reloj. En su bellísimo Libro del reloj de arena nos habla Jünger de un enorme reloj instalado en alguna plaza de Alemania bajo cuyo cuadrante el que se paraba a contemplarlo podía leer: “Oh, tú que miras, estás perdiendo el tiempo”. Pues bien un cuadro nos dice por el contrario: “Mírame, estás ganando el espacio””.

En una época fascinada por la realidad de lo banal, la pintura, con su consustancial lentitud, tiene carácter intempestivo, es , sin duda, una práctica a la que sólo pueden entregarse artistas con la más profunda convicción. Sujetos ajenos a las modas, capes de reclamar la dimensión de lo contemplativo, asumiendo esa pérdida de tiempo que, como subraya la cita inicial de Jünger, es, por otro lado, una intensa ganancia de espacio. Precisamente es la proliferación de los no-lugares uno de los rasgos de lo que algunos han denominado sobremodernidad, cuando la dimensión de lo simbólico o la mera veladura del sentido sucumbe ante el imperialismo de lo literal, ante la imperiosa necesidad de ofrecer el patético cóctel de lo confesional y lo sórdido camuflado como divertido o, en ciertos casos, como panacea de la provocación liberadora.

Pero sabemos, desde hace tiempo, que la resublimación subversiva es ya “tradicional” y que la estrategia del shock anestesia más que ilumina, esto es, que la apatía está generalizada. En buena medida, el cuadro obliga, en esa rara verticalización de un territorio de sedimentación, a detener el paso, a introducir preceptos y conceptos allí donde propiamente hay incertidumbre. Más allá del arte (hegemónico) de las consignas y de los escándalos (institucionalmente, vale decir, musealmente) pactados, algunos artistas continúan enfrentándose corporalmente con el cuadro, intentando crear en esa superficie no tanto un trampantojo, cuando algo que, me permito la vaguedad, una la levedad con la astucia.

Miguel Villarino ha sabido, con su iconografía suscita (ese repertorio de figuras esquemáticas y gestos que son casi una costumbre) introducirse, desde la fascinación por lo “arquitectónico” o constructivo en el enigma del laberinto; en su última y espectacular serie hace una alusión explícita al relato de Borges, titulado La casa de Asterion.

Recordemos, sucintamente, que en ese cuento es el propio monstruo del laberinto el que haba en primera persona, reconociendo que si bien no sale de su casa, sin embargo las puertas están abiertas día y noche, a los hombres y a los animales (“que entre el que quiera”).

Este raro edificio sin ningún mueble está lleno de recipientes, todo está infinitas veces: todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar”. El toro terrible que atemoriza a todos espera, ansioso, a su redentor sabedor de que lo único que puede esperar es la muerte, ante lo que, a fin de cuentas, como concluye Teseo, apenas se defendió. Borges verdadero amante de los laberintos, obsesionado por los espejos, convierte el destino aciago de la estirpe de Dédalo en una honda meditación sobre el drama de ser único: “Todo está muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba el intrincado sol: abajo, Asterión”.

El artista conoce también esa abismal soledad y, por supuesto, tiene claro que el hilo del laberinto se llama astucia. Vilarino, con una lucidez extraordinaria elude cualquier deriva hacia la “ilustración” del relato, al contrario abstrae lo laberíntico, ofrece un cosmos alegórico en el que las figuras principales son la figura del caballero procedente de Marco Aurelio del Campidoglio de Roma, esa especie de trébol que es un emblema céltico, el esquema del juego infantil de la rayuela, Alicia enfrentada “en un apóstrofe) a la red azarosa de la reina de corazones, el damero, el barco de papel y, por supuesto, el esquema de la casa, al que se añade, como un fondo de enorme energía, el dibujo de los ladrillos.

El pintor establece un juego de fabulosas permutaciones en el que la repetición es, a la manera deleuziana la clave del más profundo diferenciarse. No hay, aunque pueda parecerlo, nada intuitivo ni es este un uñeros ingenuista o “infantil”, al contrario, Villarino asume que el juego es, esencialmente trágico. Dentro de la casa, apenas esbozado, aparece el muerto, ese cuerpo amortajado que nos remite a un contexto arcaico o, acaso, a una insalvable distancia con respecto al mito. Sin embargo hay una honda tonalidad épica en esta pintura, heredera, en cierto sentido de la plenitud de presencia de la superficie expresionista así como de los procesos contemporáneos de desbordamiento de la superficie minimalista que era, ciertamente, nihilismo consumado.

Este creador transita con gran desenvoltura y sin mimetismo, por el cauce amplísimo de lo qeu teóricos como Danto han denominado impureza, donde la abstracción se redefine lejos de los imperativos ortodoxos greengbergianos, sin excluir la acentuación figurativa. A partir de esas idea de la imagen como una situación impura o, en otros términos, como una complejidad dinámica, un proceso en acto que tiene porque delimitarse en un resultado complejo, Villarino emprende, entre otras cosas, el viaje onírico o trans-lógico de Alicia, atravesando las brumas de la mente vertiginosa de Carroll o bien demuestra su seguridad constructiva en las pinturas con las fabricas que se repiten rítmicamente para llegar, en un momento de evidente madurez plástica a este mundo de jardines y bifurcaciones , donde el gusto barroco implica, valga la paradoja, la voluntad de esencialización.

El pintor, como Asterion, inventa juegos, visita la casa acompañado por un doble imaginario, ríe él solo esperado otro cuya forma es misteriosa. Desearía un oído capaz de captar todos los rumores del mundo, pero lo que tiene es una mirada y un gesto que devora el espacio vacío. Es el juego el que demora la muerte, pero incluso esa llegada se queda en suspenso, nos obliga a pensar la rareza del tiempo, ese que es regalo increíble del lugar: imagen memorable.

Fernando Castro Flórez

La Casa de Asterión Texto para catálogo Galería Ángeles Baños. Badajoz. Octubre Noviembre 2002

Salir de la versión móvil