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El ajedrez y el tiempo

El ajedrez y el tiempo
El ajedrez y el tiempo

El ajedrez y el tiempo fue una exposición de Miguel Villarino en la galería de arte Pilar Parra  que se expuso de Septiembre a Octubre del año 1999.

Obras de la exposición » El ajedrez y el tiempo»

«La Edad sosegada» del catálogo de la exposición.

El ajedrez y el tiempo

Piensa Miguel Villarino –y yo participo de su pensamiento– que la mejor obra de un creador, de un pintor en su caso, llega con la madurez. Contra lo que pudiera parecer, por la lectura apresurada de tal consideración, el asunto no es tan trivial, no es tan de “cajón”: Tiene calado, según expresión de esta hora. Por lo pronto, coloca en un segundo plano del posible debate el ultrasónico tema de los años de la precocidad, tan explotado, en la presente cultura del marketing, por la burda estrategia del “cazatalentos˝ –ya sea el cazador el o la marchante de turno, ya sea el propio artista, que también se dan casos. Como si el talento, que será un tema determinante en la sedimentación de la madurez, aflorase –marchita, engañosa flor de un día— a la primera de cambio, y no requiriese un más largo y hondo contraste, una prueba –una fe de vida– de más intenso alcance.

No quiero sin embargo, detenerme sólo en la provisión del talento, que es dual en su formulación. Es claro que suele darse –cuando se da– el talento en actitudes creacionales, pictóricas, todavía inmaduras –el talento crudo o en bruto, diríase– y suele darte también con algo más de probabilidad el talento, que habrá debido ya de ser contrastado en el momento de la madurez. Que es de los dos, el último, el talento pulido, al que como una piedra preciosa se le han tallado todas sus caras, el que personalmente a mi más me interesa. Y no solamente a mí, imagino.

Pero vuelvo a Miguel Villarino y al comienzo de este texto: la mejor obra llega con la madurez. Y tratando de colaborar con él –que, por supuesto, se encuentra en ese fructífero momento de trabajo– en la estimación y el sentimiento de cuáles serían las notas, los síntomas por los cuales un artista cree estar en ese transcendente período, voy a arriesgar algunos criterios. En primer lugar, hablaría de los años de la experiencia. Ojo: no de la precocidad –ya dije–, sino de la experiencia. En segundo orden me referiría a algo semejante –según como se lea– pero no: la edad. De nuevo una cautela: no la edad crítica , o la edad del “pavo”, sino la edad de la crítica, de la autocrítica, o la edad reflexiva. Sabida es la distancia orgánica que media entre la crítica edad o edad crítica de aquél que irrumpe en la pintura como en cualquier disciplina y quien ha alcanzado la edad debla calma, la sosegada edad: el primero se produce a golpe de impresiones, dijéramos que únicamente mira, y oye; mientras que el segundo actúa a través de la reflexión, y en lugar de mirar trata de ver, y escuchar. Por último, la noción definitoria por la que considero que la madurez se ha instalado, artista y obra –reitero: como es el caso de mi admirado Miguel Villarino–, la proporciona el tiempo, esta inefable magnitud, este espacio de la serenidad en “lo” que estamos. Estamos en el tiempo. No sé si tendremos tiempo para…, pero hemos debido tenerlo para hacer acopio de él –hemos debido tener tiempo para tener tiempo–, y desde luego estamos.

O somos tiempo. Un escritor muy apreciado por Miguel, Jorge Luís Borges, escribe en un poema que titula “no eres los otros”: “No te habrá de salvar lo que dejaron/ Escrito aquello que tu miedo implora;/ No eres los otros y te ves ahora/ Centro del laberinto que tramaron/ tus pasos…/Tu materia es el tiempo, el incesante/ Tiempo. Eres cada solitario instante”. Entiendo que los versos borgianos cuando menos ponen un punto de credibilidad o de confianza en esto de lo que es o pudiera ser la madurez. Por cierto que en el prólogo del libro –La moneda de oro, Buenos Aires, 1976– en el que se publica el mencionado poema, abunda Borges, ahora en prosa, con explícitos, no metafóricos argumentos dedicados a la madurez: “Bien cumplidos los setenta años que aconseja el Espíritu –Dice el autor de El Aleph–, un escritor por torpe que sea, ya sabe ciertas cosas. La primera, sus límites. Sabe con razonable esperanza lo que puede intentar y –lo cual sin duda es muy importante– lo que le está vedado. Esta comprensión tal vez melancólica, se aplica a la generaciones y al hombre…”

Bien: que no se me pase el tiempo de decir que Villarino se halla situado hoy ente un hecho crucial de su pintura: una nueva exposición algo siempre principal, sobre todo para quien no se prodiga en estas comparecencias por lo demás necesarias para un artista, una muestra, un mostrarse, diré, que denota un cambio.¿De lenguaje, de dicción de estilo? ¿De estética, territorio al que he de acudir sin mayor convencimiento? No lo sé bien: un cambio. Y como persona madura, que está en el umbral de su obra mejor, de la obra más grande –tamaño ético–, Miguel duda. No me atrevería a indicar que tiene miedo –apelación al verso de Borges–, pero sí que tiene dudas. Conducta determinante, la de quien duda, del ser reflexivo y hasta del melancólico, del que ha sido “tocado” por lo inexplicable. (¿recuerdas mi “Prescindere” Miguel? “el arte no puede prescindir del tacto pictórico-poético de Miguel Villarino”). Dudar –me salgo del paréntesis–, es decir, no sentirse acríticamente seguro sino crítica, autocríticamente inseguro es el principio de la sabiduría y de la acción. Las obras más hermosas y firmes están construidas sobre cimientos de incertidumbres. La belleza se alcanza por una relación –la justa, la precisa, ¿cuál?– interdinámica de “nolosés” de dudas.

El ajedrez y el tiempo

Para los que tienen memoria próxima de las cosas del arte, para los que siguen el curso de la serena, radiante pintura de Miguel Villarino no debería de decir lo que no sé si decir. Lo digo: en la presente exposición el artista parece que ¿abandona? un período representativo presidido por lo que él llama “Del la metafísica del homo faber” – usted conoce: las fábricas, las naves, las chimeneas–, y trata de explorar un territorio pictórico con un acuciante espacio o lugar, pero de compleja denominación. Por ejemplo, la idea de tiempo, la idea de viaje, la idea de traslación, la idea de memoria, la idae de juego. Un concierto de ideas que pueden dar o no dar, no lo sé, con la idea. Un conjunto de acordes que pueden dar, o no dar, no lo sé, con el acorde. Si mi alarmante desmemoria me siegue siendo fiel, Miguel pretende titular la exposición El ajedrez y el tiempo. Ese juego y esa ley –temporal– inexorable. Soy yo –que lucidez la mía– quien le recuerda al pintor que en aquella pelicula de Bergman dos personajes juegan al ajedrez. ¿Es uno de ellos la muerte? No lo sé. Lo que sí sé es que inspirada por esa idea o acuerdo de ideas en “lo” trascendente –la existencia, al fin, el existir, el vivir– el pintor desde la más rigurosa simplificación formal, concede presencia en el lienzo –óleo sobre lienzo con fondo al temple de huevo , perdón por el tecnicismo– a situaciones pictóricas ciertamente magistrales. Me fijaré en una –en un cuadro entre tantos– que lleva por título El marinero, que puede erigirse en una homenaje al poeta Fernando Pessoa, evocando a través de los elementos simbólicos extraídos de una breve, emocionante pieza dramática del escritor. Quien haya tenido el culto placer de leer O marinheiro, de Pessoa, de verse en el eje de una inmersa cosmogonía, con el naciente mar al fondo, la íntima epopeya de un marinero que, como no tenía patria, o no tenía memoria de patria, hubo de inventarse una, la alegoría de los veleros, la constante interacción de tiempos –el pasado, el presente, la fábula, el sueño, la realidad– que se va produciendo a través de la conversación de tres mujeres que velan el cadáver de una cuarta –pretexto ¿argumental? O guión escénico del drama–, sentirán que lo reconocen y que se reconocen en la sintética esencial dramatización de El marinero de Villarino: una mancha de color azul, el sol, el mar amanecido, los barcos, el sillón en el que, como cualquiera de las tres veladores que velan el cuerpo de la compañera en la obra de Fernando Pessoa, podríamos sentarnos usted y yo, y contar un cuento, una histoira, un viaje en definitiva, con el de O marinheriro.

El ajedrez y el tiempo es un viaje que signifique traslación, movilidad, o concebido en la quietud, como el de –otro cuadro excelente– El viajero inmóvil. Y un viaje con un espejo, o , para ser exacto el marco de un espejo y un sillón vacío delante de él. El espejo es el plano de fuga de proyección al viaje en el que nos contemplaríamos desde el sillón. O en el que se contemplaría el pintor. Como sé que Miguel no me va a hacer caso, yo titularía esa obra “Retrato del pintor ante el espejo”. Considero que es un lienzo de ausencias más que de presencias en este gran espacio pintado por Villarino. ¿Se imagina alguien ese gesto natural, cotidiano de mirarse a un espejo y que este no devuelva la miradas? Se dice de los espejos antiguos, cuyos cristales han conservado en el tiempo su azogue originario, que en ocasiones dejan asomarse a través de ellos los rostros fantasmales que alguna vez se miraron. La inquietante posibilidad me parece nada ante el temor de un espejo a que acudes y adviertes que refleja toda la realidad circundante menos la tuya personal, porque no existes. Te pellizcas hasta herirte por todo tu cuerpo aterido, escuchas tus propios horrorizados aullidos ante la imposible posibilidad, pero no existes. El espejo dice que no existes.

He de indicar, de cualquier modo, para tarnquilidad de los invitados, que el proyecto de viaje en el tiempo soñado, pintado por Miguel siempre lleva a alguna parte. Así, al país de las maravillas, el de Alicia, que es el viaje más fabuloso, más veraz y realizable –impregnado de realidad–, trascendido de un cuento, o de un sueño. Lo digo con las palabras de propio Lewis Carrol, al concluir su fantástico, inconcebible viaje con la siguiente afirmación/interrogación cargada de sencilla naturalidad: “La vida ¿no es acaso sólo un sueño?”.

El viaje de Alicia le va a proveer a Miguel Villarino de imágenes y símbolos que reconvertirán el sueño pictórico de viajar, de encontrar un tiempo y un lugar –otros en lo mismo quién sabe– a la móvíl o varada imaginación – a veces, la imaginación no es dinámica sino que se sustenta en lo calmo– de la persona incierta entre la idea de mito, de lo ficticio, y de lo tangible o normal –aunque en ocasiones lo tangible es anormal y lo mítico o lo ficticio es lo normal–. De modo que podemos contemplar en la pintura a la Reina de Corazones, con la que Alicia conversó fuera de protocolo, llanamente –un poco asustada eso sí, por las intemperancias de la Reina que por cualquier cosa ya estaba ordenando que le cortasen la cabeza a quien hubiese osado contrariar a su graciosa majestad…–. Dice Miguel Villarino que cuando Alicia se sorprende ante la presencia de la Reina de Corazones es porque la niña cree haberse encontrado en sí misma, a su propia reencarnación. Pudiera ser. Aunque me cuesta ver a la pequeña Alicia en el papel de esa reina caprichosa, insolente y necia.

Más le conviene a Alicia el talante de esa otra Reina –qué cosas suceden en los cuentos de Carroll–, aquella en la que se convierte la pequeña en la jugada o movimiento –vaya: de ajedrez– en la que Alicia está a punto de ser hecha prisionera por el Caballero rojo pero in extremis es arrebatada de su tenebroso poder por su salvador el Caballero Blanco que le canta una canción y que la lleva hasta un asombroso lugar. “No tienes más que bajar por esa colina hasta el arroyo –Le señala el Caballero Blanco– y, al cruzarlo , te convertirás en Reina”. Y así fue. Este portentoso suceso tiene lugar A través del espejo pues en los espejos no siempre suelen ocurrir cosas horribles –como la leyenda que narré antes- En los espejos y en la pintura, que es otro maravillado espejo. Y he ahí por qué la figura de un caballero blanco aparece en tantas ocasiones emblemáticamente en la obra de Miguel, que es materia de tiempo, lo que somos y en lo que estamos, lo inasible, lo impalpable, pero real, la inmateria.

“ El arte no puede prescindir del tacto pictórico-poético de Miguel Villarino”, te repito. El arte, que es viaje: el viaje del arte no puede prescindir de su inmatérica naturaleza, tacto y no tacto, palpable e impalpable. El arte no puede prescindir de Friedrich Höderlin. “¡Florece Jonia?; ¿es ya tiempo?…”, se pregunta el poeta, entre tantas candentes preguntas cuando sueña su amado paisaje de Grecia en “el Archipiélago”. ¿Es verdad –pregunto a quien sepa y quiera responderme– que Höderlin nunca estuvo en Grecia? ¿Y es verdad también que tampoco vio nunca el Mediterráneo? Sin embargo le llama “padre”, que con sus brazos ciñe la tierra querida “y de tus hija,s de tus islas…”. Entonces, ¿se podría viajar a un país y dar testimonio descriptivo de ese viaje sin haberlo conocido, únicamente soñándolo?

En el arte, en la pintura –como en a poesía– se puede. Soñar es conocer.

El ajedrez y el tiempo

A mayor abundamiento –soy retórico, un pesado: hago la pregunta cuando ya me sé la respuesta–, ¿se puede viajar pictóricamente al país de Eugenio Montale el gran poeta italiano? “Forse –tal vez– será la conclusión de Miguel aprovechando el primer verso de uno de los poemas del autor de Ossi di sepia. “Forse un mattino andando in un‘aria de vetro..” : “Tal vez una mañana, caminando por un aire de vidrio/ árido, al darme la vuelta contemplaré el milagro:/ la nada a mis espaldas, el vacío detrás…/”. El poema continúa, para concluir: “Pero será ya demasiado tarde, y yo me iré en silencio/ con los hombres que no miran atrás, con mi secreto”.

También la idea –y la realidad– de viaje está presente en la poesía de Montale, transparente como de cristal y plata, o de oro, arrebatada de luz (“Portami il girasole impazzito di luce”: “Tráeme el girasol enloquecido de luz”), de tiempo ( non c’e un unico tempo: ci sono molti nastri….”, primer verso de un poema titulado “tempo e tempi”:˝ No hay un único tiempo: hay muchas cintas/ que se deslizan paralelas/ a menudo en sentido contrario y raramente/ se entrecruzan. Es cuando se descubre/ la Única verdad que, desvelada/ es cancelada al punto por quien cuidad/ de ensamblajes y agujas. Y se cae otra vez/ en el único tiempo. Pero es en ese instante/ cuando sólo los pocos vivos se reconocen/ para decirse adiós, nunca hasta luego”) y arrebatada de mar.

Surcada por el mar, navegando viajando por el mar aparece la pintura actual de Miguel, como la obra poética de Montale, a cuya evocación se rinde permanentemente en la memoria del pintor. Las nubes bellas y maravillosas del caminante de Baudelaire son las mismas nubes que el poeta genovés sueña viajar en su poema Corno Inglese. “(Nuvole in viaggio, chiari/reami di Lassú! D’alti Eldoradi/ malchiuse porte!)/ e il mare che scaglia a escaglia….” ( ¿nubes viajeras, claros/ reinos de allá arriba! ¿Puertas/ mal cerradas de altos Eldorados!/ y el mar, que escama a escama, /lívido, cambia de color, /lanza a tierra una tromba/ de espumas retorcidas:/ que el viento que nace y muere/ en la hora que lenta se ennegrece/ te tocase esta tarde a ti también, /olvidado instrumento/ corazón”

Concebida y realizada con los precisos –ni uno más, ni uno menos– elementos, ¡cuántas cosas me hace imaginar tu pintura obviamente necesaria, Miguel jVillarino! Así como la misteriosa y lumínica obra del poeta de la inappartenenza, de la desposesión, Montale. A él pertenece estos –casi– versos…”svanire/ é dunque la ventura delle venture”: “Desvanecerse/ es la ventura, pues , de las venturas”, que traigo a este postrero lugar de mi trabajo, no pensando en ti, Miguel, sino, entiéndelo, en mí. Tú, que estás en la ebulliciosa edad sosegada, tienes todo el tiempo por delante. Y seguirás. La obra mejor empieza ahora. En cuanto a mí, sólo soy ya un proyecto inútil. O ni siquiera proyecto. Aunque aquellos días que navegamos ambos por el calcinado mar de Castilla camino o de regreso de “La Nave” pude pensar que a lo mejor no. No lo sé. Debió ser un espejismo.

Miguel Logroño. Texto para catálogo de la exposición El Ajedrez y el tiempo. Galería Pilar Parra. 1999

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